Por: Ramón Lobo | 26 de mayo de 2012
Muhammed Muheisen (ASSOCIATED PRESS)
Jaafar Sakhawat tiene ocho años de edad y unos pies de anciano. Los
primeros dedos, los que llamamos gordos, parecen aplastados por siglos de
trabajo, de esclavitud, arrastran cadenas. Los demás presentan deformidades
prematuras en los nudillos, como si padecieran algún tipo de artrosis. Jaafar
trabaja en una fábrica de ladrillos en las afueras de Islamabad, en Pakistán.
De la pernera derecha de un pantalón enmarronado descienden mojaduras de barro
reciente. Parece una estatua humana, un niño-viejo que nace de las piedras.
No necesitamos ver su cara para saber que tiene ojos tristes y una sonrisa
inocente. No necesitamos que nos cuenten su vida; sabemos que es un niño sin derecho
a escuela, a infancia y juego, miembro de una familia numerosa, pobre, con unos
padres dependientes del escaso dinero que pueda ganar en un trabajo de destajo.
Los pies de barro de Jaafar no muestran el aire viciado
de la fábrica, la solana o el frío de las terrazas en las que se ordenan los
ladrillos recién cocidos. Muchas viviendas paquistaníes, y de su vecino Afganistán,
están hechas de pies de Jaafar. Son el país real, el que padece la corrupción
de los gobernantes, el radicalismo de sus talibanes, el peso de la tradición y
a unos extranjeros que llegaron para liberarles de lo accesorio y que se han
convertido en un problema más, quizá el más grave porque mataron la esperanza.
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