mércores, 11 de setembro de 2013

Ian Gibson, Serge Latouche y Jonathan Franzen nos piden una revolución


Resaca vacacional, resaca decepción olímpica. Sigamos adelante con buenas pautas, que es lo que hace falta, y no atendiendo el cacareo de gallináceas. Por eso quiero compartir desde esta Ventana Verde -emulando hoy el Área de Descanso de Javier Morales- tres lecturas verdes del verano que se agota, tres lecturas que nos permitirán no perder el paso en este 2013/2014.
RAFA RUIZ / Foto: MANUEL CUÉLLAR

“Creo que el hombre contemporáneo ha perdido en gran parte el contacto con la naturaleza, y es un gran error porque somos naturaleza. Reconforta saber que el ciclo sigue”. Lo dice el hispanista Ian Gibson, británico afincado en Madrid, en el barrio de Lavapiés, en el último número de la revista Aves y Naturaleza, de la Sociedad Española de Ornitología (SEO), en una entrevista firmada por Josefina Maestre. “Estamos locos”, continúa el gran experto en Lorca y Dalí. “El ser humano se ha separado de la naturaleza y tenemos que protegerla; hay mucho que hacer en este sentido. No voy a escribir más biografías; son obsesivas y no dejan tiempo para nada más. Quiero salir más al campo y luchar a favor del medio ambiente. Hay que salvar el paisaje. No se puede estar en una butaca como yo mirando un libro de aves. Hay que ser militante y participar en acciones directas para proteger el medio ambiente. Hace falta una revolución que cambie nuestra actitud hacia la naturaleza. Tenemos que darnos cuenta de que somos naturaleza, vivir de forma más sencilla, leer más, observar más, consumir menos, vivir menos deprisa y estar más en contacto con lo que nos rodea. Voy al parque del Retiro dos veces a la semana a andar y veo a gente corriendo con cascos que no se da cuenta de que hay un petirrojo cantando o una ardilla subiendo y bajando. La gente lleva vidas muy complicadas, cada vez con más aparatos, más pantallas y más distracciones”.
Merece la pena rebobinar un instante y repetir uno de sus pensamientos: Tenemos que vivir de forma más sencilla, leer más, observar más, consumir menos, vivir menos deprisa…
Qué gran lección de alguien que sabe proyectarse hacia el futuro porque ha mirado mucho al pasado.
Encontramos más palabras verdaderamente sostenibles en el economista francés Serge Latouche, profesor emérito de la Universidad París-Sur: “La crisis que estamos viviendo actualmente se viene a sumar a muchas otras, y todas se mezclan. Ya no se trata solo de una crisis económica y financiera, sino que es una crisis ecológica, social, cultural… o sea, una crisis de civilización. Algunos hablan de crisis antropológica…”, señala en una buena entrevista realizada en El País por el periodista Joseba Elola. “El capitalismo siempre ha estado en crisis. Es un sistema cuyo equilibrio es como el del ciclista, que nunca puede dejar de pedalear porque, si no, se cae al suelo. El capitalismo siempre debe estar en crecimiento; si no, es la catástrofe. Desde hace 30 años no hay crecimiento, desde la primera crisis del petróleo; desde entonces hemos pedaleado en el vacío. No ha habido un crecimiento real, sino un crecimiento de la especulación inmobiliaria, bursátil. Y ahora ese crecimiento también está en crisis”. Él, precursor de la teoría del decrecimiento, que ha publicado recientemente La sociedad de la abundancia frugal (editorial Icaria), también nos pide una revolución: “Es necesaria. Pero eso no quiere decir que haya que masacrar y colgar a gente. Hace falta un cambio radical de orientación”. Pide que aspiremos a una mejor calidad de vida y no a un crecimiento ilimitado del Producto Interior Bruto; que trabajemos menos horas para que trabajemos todos, pero, sobre todo, que aspiremos a trabajar menos para vivir mejor. “Esto es más importante y más subversivo. Nos hemos convertido en enfermos, toxicodependientes del trabajo. ¿Pero qué hace la gente cuando le reducen el tiempo de trabajo? Ver la tele. La tele es el veneno por excelencia, el vehículo para la colonización del imaginario”. Y sigue: “Es preciso hacer una reconversión ecológica de la agricultura, por ejemplo. Hay que pasar de la agricultura productivista a la agricultura ecológica campesina. No es una vuelta atrás, ya hay gente que hace permacultura y eso no tiene nada que ver con cómo era la agricultura antaño. Este tipo de agricultura requiere de mucha mano de obra, y justamente de eso se trata, de encontrar empleos para la gente. Hay que comer mejor, consumir productos sanos y respetar los ciclos naturales. Para todo ello es preciso un cambio de mentalidad”. Y termina: “Ya no tenemos democracia. Estamos dominados por una oligarquía económica y financiera que tiene a su servicio a toda una serie de funcionarios que son los jefes de Estado de los países (…) Yo soy europeísta convencido, había que construir una Europa, pero no así. Tendríamos que haber construido una Europa cultural y política primero, y al final, tal vez, un par de siglos más tarde, adoptar una moneda única”.
Rebobinemos de nuevo, para asimilar bien: Hay que trabajar menos, comer mejor, consumir productos sanos y respetar los ciclos naturales.
Y una tercera vía para este nuevo curso, uno de los libros de moda, que levanta todo tipo de elogios desde hace dos años, la novela Libertad, de Jonathan Franzen (Editorial Salamandra). En su relato, una de las tramas toca los puntos de vista del ecologismo, y deriva desde defensas puras hasta el posibilismo y la fractura del pensamiento por culpa del dinero. Hay partes realmente bellas y verdes en el libro: “El lago era demasiado pequeño para los somorgujos, pero cuando cogió la canoa de tela de su abuelo y visitó las zonas más recónditas, rara vez alteradas, espantó a un ave parecida a una garza real, un avetoro que anidaba entre los juncos. (…) Cuando Walter se acercaba, con la esperanza de ver a través del telémetro los avatares del avetoro en lugar de un espacio vacío, por lo general se escabullían y perdían de vista, pero a veces alzaban el vuelo y él se echaba atrás desesperadamente para seguirlos con la cámara. Si bien eran puras máquinas de matar, él los encontraba simpatiquísimos, sobre todo por el contraste entre el insulso plumaje empleado para el acecho y los espectaculares gris intenso y negro pizarra de sus alas extendidas cuando estaban en el aire. En tierra, cerca de su hogar pantanoso, eran humildes y furtivos, pero en el cielo eran majestuosos (…). Después de 17 años viviendo hacinado con su familia, había desarrollado una sed de soledad cuya insaciabilidad no descubrió hasta entonces. No oír más que el viento, el canto de los pájaros, los insectos, los saltos de los peces, los chasquidos de las ramas, el roce de las hojas de abedul al caer unas sobre otras: se detenía continuamente a saborear ese silencio no silente”.
Los chasquidos de las ramas, el roce de las hojas de abedul… El silencio no silente…
El gran escritor, y también ornitólogo, Jonathan Franzen proyecta una perspectiva desde el personaje llamado Walter: “En las dos semanas y media transcurridas desde su encuentro con Richard en Manhattan, la población mundial había aumentado en siete millones de personas. Un aumento neto de siete millones de seres humanos -el equivalente a la población de Nueva York- destinados a deforestar montes y contaminar arroyos y cubrir prados de asfalto y tirar basura atlántica al Océano Pacífico y quemar gasolina y carbón y exterminar otras especies y obedecer al puto Papa y producir familias de doce miembros”.
Ya hablando con sus propias palabras, Franzen ha señalado en una entrevista en el diario argentino Clarín: “Respecto a los cambios en mi país, (Estados Unidos), el más importante para mí es que la gente es más destructiva de lo que era en 2000; nos autodestruimos constantemente y, mientras tanto, estamos el día entero enganchados a Facebook, Twitter… Por otra parte, el país está en una posición mucho más débil, económica y estratégicamente, que hace 11 años. La situación medioambiental empeora y sin embargo, tengo la sensación de que es mucho más fácil no pensar en eso, porque estamos todo el día jugando con los nuevos aparatos electrónicos”.
No podía resistirme a compartir párrafos tan sustanciales que llegaron a mí en el calor madrileño de agosto. Nada que añadir a estas tres grandes plumas. Que nos ayuden a no errar en el camino.

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