La reforma
educativa rezuma desconfianza hacia toda aproximación crítica al pasado
Fernando Hernández
Sánchez17 DIC 2012 – El País
El
pasado 4 de diciembre el Ministerio de Educación y Cultura presentó a las
comunidades autónomas la última versión del anteproyecto de la Ley Orgánica
para la Mejora de la Calidad de la Enseñanza (LOMCE), la cuarta reforma del
sistema educativo en la etapa democrática. Aparte de los muchos aspectos que ya
han originado un intenso debate social, merece la pena dedicar unas reflexiones
a las vicisitudes de la materia de Historia. En la primera redacción del texto,
dejaba de ser troncal en 4º de ESO quedando únicamente como optativa para los
futuros estudiantes del Bachillerato de Humanidades y Ciencias Sociales, de tal
forma que un alumno que eligiera en 4º la modalidad científica se podría
titular sin conocer absolutamente nada de la Historia Contemporánea universal y
solo contemplaría la del siglo XX español en 2º de Bachillerato, si llegaba. El
diseño inicial de la LOMCE habría culminado lo que inició la LOGSE cuando
redujo el horario de las Ciencias Sociales en la etapa obligatoria: que
promociones enteras de jóvenes terminasen su formación básica y se incorporasen
a la vida económica, laboral, social y política sin haber recibido formación
alguna sobre las raíces próximas de la sociedad en la que se insertan como
ciudadanos activos.
Que
la última versión del anteproyecto haya reintroducido la Historia como materia
común en 4º de ESO solo constituye un alivio parcial. La arquitectura del
sistema educativo obligatorio que se está configurando conduce a un trayecto de
salida ineludiblemente condicionado por la presencia de una prueba evaluadora
global para la obtención del título de graduado en secundaria. Ello significa
que la finalidad de la enseñanza de todas las materias integrantes del último
curso de ESO estará destinada, no al aprendizaje significativo de
conocimientos, sino al adiestramiento para la superación de la propia prueba.
La Historia Contemporánea, cuya complejidad precisa de una metodología basada en
el tratamiento de la pluralidad de fuentes, la interpretación multicausal y el
análisis crítico se limitará a la deglución compulsiva de los contenidos
factuales necesarios para sortear el obstáculo. Se repetirá así el modelo que
ha convertido a la Historia Contemporánea de España en un enojoso bagaje de
fechas, personajes y periodos del que desembarazarse de la mejor manera posible
en la ansiógena selectividad, en lugar de un espacio de reflexión sobre los
fundamentos de nuestra Historia reciente.
Es dudoso que, asimismo, se actualicen las obsoletas
periodizaciones que condenan a la Historia Contemporánea a ser un periodo de
raíces cada vez más remotas (1789) y cuyo tramo más próximo, la Historia del
Presente (desde 1939 a nuestros días) carece de entidad propia y sustancial en
el currículum. Si no hay modificación de la distribución de los contenidos, y
es poco probable que eso ocurra, continuará la absurda reiteración de los
mismos temas de Historia Contemporánea universal en dos cursos consecutivos, 4º
de ESO y 1º de Bachillerato, innecesaria si este último se destinara a la
profundización en los contenidos de la Historia del Presente. Claro que ello
supondría apostar por una concepción de la enseñanza de la Historia
Contemporánea incompatible con un proyecto de ingeniería social que persigue la
conformación de una ciudadanía acrítica e intelectualmente inerme frente al
implacable avance de la revolución neoconservadora. En este contexto, los
principios ilustrados de igualdad de oportunidades y fomento del espíritu
crítico son barridos por los mantras del liberalismo económico, los mismos que
esmaltan el preámbulo de la LOMCE: la competitividad, la “empleabilidad”
y el fomento del “espíritu emprendedor”. Como es evidente, ni la investigación
sobre la represión franquista genera patentes ni la historia política del siglo
XX cotiza en el Ibex 35.
La
Historia tiene una presencia curricular añeja en los sistemas educativos de los
Estados contemporáneos, pero eso no la convierte en invulnerable, ni en cuanto
a su peso ni en cuanto a sus contenidos. En países donde gobiernan o lo han
hecho recientemente partidos de la familia ideológica del PP, la enseñanza de
la Historia ha sido objeto de diversos intentos de limitación, ya sea en
presencia o en horario. Sarkozy pretendió eliminarla en el nivel terminal de la
rama técnica del bachillerato francés. En España, durante el Gobierno de Aznar
y con el impagable apoyo de la Real Academia de la Historia y su dictamen sobre
el denominado Plan de Humanidades, la entonces titular del MEC, Pilar del
Castillo, sentenció que el papel escolar de la Historia debía ser el retorno a
la transmisión del qué, dónde, cuándo y cómo, pero no a la explicación del
porqué, siempre controvertible. Algún conspicuo seguidor de Milton Friedman
metido a opinar de pedagogía llegó a la pintoresca conclusión de que la falta
de vocaciones empresariales tenía que ver con la peyorativa imagen que del
patrón capitalista decimonónico reflejaba la historia de la Revolución
Industrial que se enseña en las escuelas.
Que
sea necesario vindicar la presencia de la Historia Contemporánea en las aulas
es un síntoma preocupante de la supuesta mejora de la calidad de la educación
que se postula. Es un extraño maridaje aquel que aúna el desdén por los saberes
no fungibles crematísticamente con la desconfianza hacia toda aproximación
crítica a un pasado que se pretende clausurado e intocable. Ambas cosas no
logran encubrir, en el mejor de los casos, la pretensión de imponer, por
inercia, un determinado relato histórico justificador del presente. En el peor
escenario, nos sitúan ante el déficit democrático originario de un cierto
sector de la derecha española, que quizás tema al juicio de la Historia
reciente porque no protagonizó en ella un papel precisamente lucido.
Fernando
Hernández Sánchez es profesor asociado de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro
de la Asociación de Historiadores del Presente
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